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Conspiraban contra él y eso, él lo sabía y sabía que ellas no sabían que él lo sabía y tampoco ellas sabían lo que él estaba tramando, nunca lo imaginaron.

Su cara angulosa, lampiña de test blanca con los ojos oscuros metidos para dentro, bajo unos anteojos gruesos, su cabellera blanca escasa, su cuerpo algo encorvado, de estatura media y su aspecto bonachón, de pocas palabras y mínimos amigos; no daba sospechas de su oscuridad, de que en la noches cuando dormía, después de un te blanco y leer brevemente la biblia, en su inconsciente convulsionaba ideas morbosas y perversas, de que era un paria desenfrenado y de vez en cuando, se convertía en un asesino indiscriminado, de perpleja frialdad, de venganza, pero no de justiciero.

Se sentía rodeado de mar, distante, refugiado en los salmos y en la lectura judeo cristiana; vinculaba sus deseos sexuales con una desconocida amante, que en sus sueños ella incitaba y festejaba a sus víctimas masacradas, solo en sus sueños.

Había sacrificado su vida por ellas y pedía que se lo retribuyeran, pero nunca entendió que nadie le había pedido ni encomendado semejante tarea, a pesar de sus conocimientos, no comprendía la idea de dar sin esperar nada a cambio.

El tiempo pasaba y la bronca se calcinaba en su interior, despertando grande dolores y hasta incluso, parálisis de apenas segundos; pero para el exterior, el aspecto de la ficción parecía  perfecto.

Una mañana, después de fumar un cigarrillo de su paquete de Particulares, abandono el banco de la placita que estaba a dos cuadras de su consultorio y fue caminando a su casa; cuando entro las saludo  y las mando a algún lado, no saben si les saco pasaje al paraíso o al infierno.

 

Drake Ramoray.

Cabos atados

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