
Si bien el féretro era pomposo, con un cajón exclusivo de roble, relleno de Razo turco cosido con hilo fino egipcio, con clavijas de oro y un cristo encrucijado de oro blanco, nunca el pueblo había visto un peregrinaje tan corto al cementerio.
El dueño de la cochería, la única del lugar, había previsto para ese domingo de otoño cuando las hojas cayeron y el invierno se avecina en los próximos días, las únicas dos salas velatorias que tenía, a disposición de la familia del finado pensando que iba a ser un gran acontecimiento social, si otro hubiese muerto, seguramente debería esperar al otro día. Sin embargo apenas asistieron sus hijos, como señal de respeto y obligación y otros curiosos que fueron a husmear a ver quién iba, para cuchichear y reírse por lo bajo, porque en los velatorios increíblemente la gente se ríe y parece que las carcajadas son más fuertes y largas, y también a hablar bien del muerto, porque todos recuerdan con cariño al que se fue, por más que haya sido un hijo de re mil puta; pero fue en vano, no fue nadie a despedir los restos de este hombre; incluso los que viven camino al cementerio y miraron por sus ventanas cuando pasaron los cuatros autos negros que acompañaban al féretro, iban prácticamente vacíos y ningún otro vehiculo que los siguiera.
Miguelito Mercurio, como todos los llamaban, era el dueño de casi medio pueblo y parecía ser muy querido, aunque su pinta de hombre recio y terco, en realidad se dieron cuenta que no era querido, ni si quiera respetado ;aquel hombre de mediana estatura, medio panzón de pelo cano y cortito, con una mirada sumamente intimidatoria, parco y de escuetas palabras, parecía envuelta en una coraza, algunos decían que era huérfano y todo lo que tenía lo había hecho de "abajo", era temido.
La historia cuenta que un domingo cualquiera, Don Mercurio, estaba leyendo el diario, en silencio mientras desayunaba con su familia, era el único día que compartían todas sus comidas juntos; este hombre que cada vez hablaba menos y se hacía más racional, sintió un hormigueo fuerte en su brazo izquierdo seguido de una puntada punzante en su pecho y cayó al suelo, ni siquiera cuando estaba por morir hablo para avisar, ni para gritar, no hizo nada.
Treinta y un domingos después de su muerte, volvió a la hora del desayuno, tal cual como lo había velado, se sentó en su mesa, saludo afectuosamente a cada uno de los integrantes de su familia, antes que su mujer se desmaye y sus hijos comiencen a gritar despavoridamente y totalmente pálidos, dijo que había muerto aquel hombre duro y tosco y que hoy volvió para ser un hombre más sensible.
Drake Ramoray.